miércoles, 7 de noviembre de 2007

De letras y princesas


Hay días que ando por la calle recogiendo letras que perdimos en la vída. Alguna claramente forma parte de palabras e, incluso, de frases que pasaron al viento de una forma casual o intencionada y ahora decoran el suelo de las ciudades.
Las más simples son las letras sueltas, y hace unos años que hay todo tipo de caracteres de diferentes partes del mundo; te dan la posibilidad de componer collages en forma de deseos: cuando lo necesito, formo la palabra paz y -parece mentira- pero algo tan grande se consigue con sólo juntar tres letritas que, por lo general, son bastante fáciles de encontrar cerca de los parques, los auditorios, los templos. Cuando quiero jugar con el destino recojo alguno de los caracteres orientales, esos tan bonitos que encierran todo tipo de buenos sentimientos, y presto más atención para descubrir lo que ocurre porque yo (esto es un secreto) no los entiendo.
Cuando me siento con más fuerzas recojo palabras, algunas son triviales pero necesarias: puntualidad, sonrisa, entendimiento, responsabilidad, gazpacho, verano, calorcito, trabajo. Otras son más alegres y cotidianas: saludo, beso, llamada, gentileza, empatía, sueño, abrazo; y otras son más difíciles de encontrar pero imprescindibles: amor, perro, familia, música, amistad, naturaleza, tú.

Los días de grandes tormentas, cuando la ciudad tirita presa de algún vendaval fuerte, de algún temporal de la clase que sea, el viento se encarga de remover la alfombra semántica que decora el suelo y es difícil poder componer algo coherente, o encontrar algo comprensible. Esos días cierro los ojos y aprieto el paso para llegar pronto a casa y leer un libro con alma, uno de ésos en los que todo está puesto con un orden perfecto y te deja la sensación de que duermes pendido de una estrella en medio de un universo perfectamente armónico,
Cuando llega la primavera, encuentro muchísimas de colores e incluso (esto sí que me sorprendió) algún verano, cerca del mar, he llegado a descubrir algunas fosforescentes que iluminan la noche llenándola de una luz parecida a la que emiten las luciérnagas cuando están felices.
La verdad, no suelo prestar atención a las frases hechas, ni a los largos parlamentos: estoy seguro que esas son las que recogen los políticos y los hombres de negocios. Tampoco suelo recoger nunca números. Bueno, sólo cuando no me queda más remedio. Pero los números están vivos y tienden a juntarse; por eso enseguida se escapan de casa para reunirse con los que juntan números en los bancos.
Cuando creo en algo lo estampo en camisetas, o simplemente lo pongo en una chapita que me pongo para que esas letras realicen su trabajo. Y la verdad muchas veces tienen su efecto.

El otro día descubrí casi sin querer un montón de letras y signos transparentes que marcaban el camino que hay entre tu casa y la mía. Algunas se repiten: son corazones o estrellas de muchas puntas. También había signos de interrogación y flechas que marcaban muchos lugares, títulos de canciones, libros, sitios conocidos y por conocer, nombres de personas que están y que se marcharon. Algunas palabras las conocía muy bien y hablaban de miedo, de noches solo abrazado a la tristeza, y otras me alegraron porque llamaban a la esperanza, a la alegría, a la confianza al amor, pero lo que realmente me tranquilizó fue cuando subí las escaleras que conducen a mi casa y vi que, sin querer, habían apartado para limpiar el trocito de tela que puse a modo de felpudo a la entrada. Y descubrí perfectamente escrito en color rojo tu nombre con típica caligrafía de princesa cagona.

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