Me siento encerrado entre mil cárceles que siquiera son de oro. Una es la oficina, fría y marmólea, de la casa cuartel que en calabozo encierra mi alma ocho horas más transporte. No es que sea insoportable, ni tampoco una condena. Claro que depende de mí el siguiente paso, pero me da mucha pena ver como pierdo mi vida. Para muchos, mi caso es uno de los afortunados y, en el ámbito profesional, lo comparto. Lo que, por mucho que quiera, no acierto a entender, es si eso es bueno, malo o, simplemente, es dejarme la existencia por un ‘puñao’ de billetes que, hoy por hoy, sirven para poco más que pagar la hipoteca y limpiarse el culo. Sólo es dinero. No cambio nada de lo que me rodea, no mejoro el mundo. Es más, potencio el consumo.
Otra es mi casa que, de tanto esperar a que se solucionen los problemas, me está volviendo un poco más paranoico. Con lo que ha subido el euribor en los últimos dos años, he dejado de pensar que es una suerte para darme cuenta de que me he comprometido a estar pagando -por ahora (y contando)- mil euros al mes, lo que hacen un total de 360.000 euros, más 30 años de mi vida, envuelta y con lazo, entregada al banco, con genuflexión incluida, a cambio de 40 metros. Esto me da qué pensar. A lo que más cantidad de horas me dedico, por invasión espacial y cerebral, es a generar dinero, no para mí, sino para la empresa y el banco. Nada para lo realmente importante, que se circunscribe a pocas cosas; si apuro, se quedan en mi gente, un techo, música, verdura, fruta, y ayudar a los animales y la escuela.
Otra es la mazmorra de mis propios sentimientos, creo que en fondo me educaron para casarme y tener niños, a pesar de mis ideas revolucionarias y mi aspecto entre surfista y niño perdido, involuntariamente rompí con la genética de mi generación, que si miro alrededor ya cambian pañales o firman divorcios. Lo único que realmente me duele de mis relaciones sentimentales es no haber adoptado una niña en su momento, por el resto y visto lo visto, prefiero la soltería que por lo menos es un estado que puede prolongarse sin necesidad de disimular las cosas que siento, ni de agradar a terceros salvo cuando quiero hacerlo.
Otra situación es la de la impotencia, también carcelaria, al no poder cambiar o paliar tanto sufrimiento que me rodea, desde las imágenes que veía -cuando soportaba los telediarios- de tantos inocentes sufriendo a las horrendas matanzas diarias de toda suerte de animales: desde el que cuelgan de un gancho en la cabeza para exponer detrás de un cristal de algún maldito bar, a los que visten las zorras de antaño.
Todo esto me aprisiona en un mundo en el que no quiero estar, que actúa de una forma injusta, en la que me niego a participar, lleno de clases sociales, de consumo. Hay días que rezas para dejar de ver lo que pasa, porque ya no aguantas más, y no tienes fuerza para soportarlo, porque hace mucho que tienes una bola de tristeza en la garganta que no te deja respirar feliz, y no te paras a pensarlo demasiado, porque sabes que las lágrimas no paran las balas, ni atajan ningún problema, por nimio que sea, ni ayudan a cambiar el mundo.
Esos días es cuando los barrotes que me rodean se materializan a mi alrededor, me aprietan tanto que me inmovilizan, y se estremece mi alma, consciente de sufrir una condena. Entiendo lo que sienten los animales en el zoo, las personas encerradas en el Soto, en Valdemoro, en Aranjuéz, Navalcarnero, Alcalá Meco, en los centros de Inserción Social sin pernocta, en las granjas de exterminio...
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1 comentario:
Son los tiempos que nos ha tocado vivir Don Cristiano.
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