
A veces, de tanto caminar sin rumbo conocido, encuentras involuntariamente, una playa, un brazo, la pata de un amigo, en definitiva, algún sitio donde dormir al refugio del raso y tumbarte tranquilamente a lamerte las heridas.
A veces, entre los problemas, el estrés y la falta de fe, algo te abstrae, separándote del resto de circunstancias, como si una inmensa mano te sacara del juego para dejarte al dolce far niente, en el duerme vela de la alegría, que no es lo mismo que la felicidad, pero se le parece lo suficiente como para cerrar los ojos y relajarte un poquito… aunque sea relájate solo un poquito.
Quizá sea por justicia poética, como una especie de compensación de lo sufrido. Llevas 10.000 puntos tristeza y te toca canjearlos por vida, o simplemente, porque en medio de la tormenta miras menos alrededor, concentrado en campear el temporal o en la próxima ola de movidas, y pierdes la bonita costumbre de ver si sigues solo, cuando te sorprendes luchando con un lobo al lado, que es una fiera, que es un hermano y que, encima, le molan los leones que comen tofu. Es parte de la locura inexplicable de levantarte y tirar los dados del azar.
Parece extraño, pero el pasado no sólo es un poso de tristeza, sino también un cúmulo de experiencias de las que, a veces, regresa algo inesperado y te sientes un poco como San Francisco, que andaba los caminos ayudando a los animales y acompañado de un hermano lobo de aspecto fiero, como el Fenrir nórdico que ataron los dioses, conscientes de que, en algún momento, provocará su propia caída.
En la sociedad vikinga el mayor destino era morir en combate. En la nuestra, aguantar la vida aunque sea enchufado a una máquina. ¡Que tiempo lobo, que tiempos!
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