Vivo en mi Lavapiés, que en primavera olvida su práxis habitual de delincuencia mezclada con convivencia, y sale a la calle a celebrar cualquier rayito del sol, llenándolo todo de colores.
Por la mañana, cuando atravieso, (generalmente corriendo) la cuesta que conduce al metro, me encuentro con niños que van al cole vestidos de uniforme y acompañados de su madre. Ellas pintan de color la calle con sus trajes tradicionales: las de la India, con sus saris de seda y siempre arregladiiiiiiisimas, parecen princesas salidas de un cuento de las mil y un noches. También están las musulmanas, que esconden su rostro tras el velo, dejando al descubierto los ojos y esa mirada sin tiempo, que parece que te atraviesa cuando se posa en ti. Las mamás más jipis, "arreglá pero con rastas" (que buenas que están), algún papá trajeado (es que en los hombres me fijo menos, por eso sólo recuerdo uno, y vestido así o es que llevan menos al cole a sus niños). En definitiva, todo un ramillete de razas. Lo verdaderamente bonito es ver cómo los padres ensimismados suben automáticamente la calle y los niños se juntan entre ellos sin distinción de piel o creencias religiosas para jugar, como un arco iris de buen rollo. Ojalá pudiéramos conservar la pureza infantil, que no entiende de etiquetas a la hora de compartir algo. Seguro que el mundo sería más amable (de amar).
Por la tarde, la multitud se agolpa literalmente al acecho de una mesa en alguno de los muchos restaurantes diseminados por la cuesta. La calle huele a especias de vivos colores; se confunde la música que sale de las casas con el bullicio del gentío; la tarde naranja da paso al rojo vivo del cielo madrileño, que muere en una azul eléctrico, a esa hora se encienden las farolas antiguas, que reparten fogonazos amarillos a un barrio primaveral que no entiende de horas y abraza la noche con la intensidad de un adolescente.
El Negro se adueña entonces de las esquinas, por lo general, mal iluminadas, en la que no suele faltar agun camellito apostado, y contrasta con el verde fosforito del chaleco de los polis uniformados haciendo ronda. Abren los locales nocturnos, los locales íntimos encienden sus velas, mientras los más vivos llaman con sus neones a los incondicionales de la noche (entre los cuales me suelo encontrar), para terminar viendo chispazos fosforescentes tumbado en la cama del edificio rojo burdeos en el que vivo.
Los matices son muchos. Se mezclan los que percibo con mi propio estado de ánimo, pero lo que si es cierto es que, con el tiempo, me voy dando cuenta que el barrio/pueblo en el que vivo, si agudizas tu sensibilidad, puedes encontrar una maravillosa paleta de tonalidades tan diversa como las personas que lo habitamos. Yo soy azul como los tuaregs.¿De qué color eres tú?
Este post se lo dedico a mi querido Rubén, que será dentro de poco ciudadano de Lavapiés y añade así un matiz más a la alegría naranja de vivir rodeado de amigos.
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