viernes, 31 de agosto de 2007

La vida continúa


La vida continúa es una fuerza que empuja por encima de nuestras circunstancias, de las gracias y las desgracias, del pasado, que pesa tanto como queramos cargar a la espalda, y del futuro, que importa tanto como queramos suponerlo.

Más allá de las carreras, de tener que recomenzar una rutina con la que cada vez nos identificamos menos, de vivir en ciudades cada vez más grandes, que nos hacen sentir cada vez más pequeños. La vida continúa, despiertos, dormidos o simplemente trabajando (que está en medio de los 2 estadíos), a pesar de que todo aparentemente cambie, o permanezca inmutable, de que el tiempo del corazón no coincida con el de los pensamientos, con las fechas de entrega que la sociedad nos impone, con nuestra capacidad de reacción, con la premura laboral, o con la ganas de hacer algo, simplemente algo para sentirme vivo o querido.

La vida continúa y esa constatación, en sí misma, significa que queda tiempo para buscar la felicidad, tiempo para tomar decisiones..

A veces, salgo a pasear mientras escucho algo de jazz. Es una forma de relajarme; la ciudad atardece y un montón de personas como el fluido sanguíneo madrileño cambia el trabajo para disfrutar de las tardes de este verano que se está acercando demasiado rápido a su madurez.
Madrid tiene una luz especial. Sus atardeceres se tiñen de naranja profundo y feliz, que se desliza al filo de una navaja púrpura sangrante, que muere azul y reencarna en negro. Mientras este increíble ciclo lumínico sucede, la calle es tomada por los ciudadanos; se despierta como si en la ciudad, más que atardecer, amaneciera dos veces.
Miro pasar a mi lado personas de muchos sitios diferentes; parece como si todos tuvieran dónde ir y supieran perfectamente qué hacer. Me da miedo no descubrir felicidad en los rostros que me rebasan. A veces, incluso me da miedo esa seguridad de la que no disfruto, porque soy, de los que deciden el rumbo en el momento, de los que escogen dirección según dicte el viento del amor o el de la amistad o, muy pocas veces, si me sonríe la fortuna, el de la libertad.
Luego, llego a casa y hago algo de cena, soy engullido por la rutina, acabo durmiendo entre las páginas de un libro o los despojos del corazón, en brazos de alguna ausencia que no puedo poner cara, pero que se parece mucho a cómo te sueño. Me levanto siempre apurando, escojo música y, al dirigirme al tren con esa luz tan bonita iluminando Lavapiés por la mañana, constato que la vida continúa, que queda algo de tiempo para sentirse vivo, para buscar la felicidad, para tomar decisiones...

martes, 28 de agosto de 2007

Un reloj de tambor


Ayer encontré la solución. Parece una tontería, pero muchas veces está más cerca de lo que podemos simplemente imaginar. Voy a desvelarlo sin más preámbulos:



He inventado un reloj. No parece algo nuevo e, incluso, a simple vista se diría que es totalmente normal, que no resolverá nada. La única diferencia, lo que lo hace realmente especial, es su sonido. Ni tic tac, ni run run, ni rin rin. No. Mi reloj marca un rítmico sonido de tambor africano. Parece que canta una oración de felicidad.



¡Mira que lo intentamos durante años! Primero, con los jardines de árboles insensibles (ya no tenemos de los vivos). Plantamos miles de ellos, creamos espacios multicolores y visualmente todo fue perfecto pero, al poco tiempo, medimos el nivel de felicidad popular y la respuesta fue peor de lo que esperábamos: ni cuatros ‘hectolimitros’ de nada. Tratamos de mejorar el módulo de bosque/jardín y recurrimos a la biogenética el último grito en tecnología. Creamos modelos voladores Xb124 de todos los colores. Cantaban como jilgueros metálicos y, además, nos preocupamos de pintarlos de muchos y diferentes colores fosforescentes. Tampoco cambió mucho la cosa. Al tercer sondeo de felicidad popular una niña nos preguntó: “¿Cómo es posible que los pajaritos metálicos canten siempre lo mismo y a la misma hora?”

¡Que tontos! No nos dimos cuenta, incluso cuando le pusimos a uno la voz de Mick Jagger, no sirvió de nada. Los niños terminaron apedreándolos con piedras rodantes. Deshicimos el comité estatal de felicidad cesamos los cargos y recomenzamos a buscarla. Por duro que fuera nuestro empreño, juramos, los nuevos cónsules, en una tarde iluminada por los bits de colores más fuertes de un garito de moda, que no descansaríamos mientras el sondeo no diera una clara y satisfactoria respuesta: La Humanidad Es Feliz.

Continuamos investigando con muchísimas ideas fantásticas, pero contentar a todo el mundo resultó una tarea harto difícil. Siempre tropezábamos con los desenamorados, los desempleados, los desilusionados y tantos “des”, que decidimos apodar el grupo de investigación como los “contradés”, todo junto y pronunciado con la gravedad necesaria. Sonaba totalmente convincente: CONTRA-DES, grupo estatal de investigación de felicidad popular.

Pasaron dos legislaturas. Intentamos cualquier cosa para aumentar la estadística de “hectolímitros” y todo intento resulto vano e intrascendente. Tratamos de crear nuevas drogas más placenteras y alucinógenas y de poco sirvió para una humanidad intoxicada, Encontramos fórmulas para comer sin engordar, pero todos andaban un poco débiles e irascibles y, al poco, regresaron al menú estatal de siempre. El último intento fue un vídeo juego en 3-D con muchos enfrentamientos y matanza, con su parte de sexo y religión y sus pastillas para estimular las endorfinas incluidas, pero los más jóvenes permanecían enganchados al juego, mientras el resto se quejaba de lo poco que colaboraban en las tareas comunitarias.

Tres intentos más bastaron para que llegara oficialmente la orden de destituir al grupo Contra-Des y, casi como un sueño, regresó cada uno a su casa y a su tarea diaria. Cuando realmente lo dimos todo por perdido, olvidamos el pasado y decidimos que la Humanidad Feliz era algo imposible, me fumé una planta verde y, al llegar al casa, soñé que construía un reloj que marcara un rítmico sonido de un tambor africano, que pareciera una oración de felicidad. Más tarde, decidí fabricarlo. Lo más difícil fue encontrar un ritmo en forma de canon, para que siempre pudiera escucharse una bonita tamborada, independientemente de los relojes que participaran en ella. El resto del mecanismo del artilugio lo aportó un amigo ingeniero, muy sabio y paciente. Tardamos, pero conseguimos hacerlo y, al probarlo, ocurrió una cosa increíble. Poco a poco, todo el mundo empezó a moverse al rítmico sonido del tambor. Al principio, con timidez; luego, con alegría y, más tarde, con entrega.

Ese día medimos miles de “hectolimítros” por individuo y llegamos a la conclusión de que la Humanidad Feliz, ese antiguo sueño, es posible con algo tan simple como un reloj de tambor.



Dedicado a todos los que me enseñaron algo sobre la música. Gracias porque me enseñaron a ser feliz.

viernes, 24 de agosto de 2007

Gritar Colores


Imagina que andas por las calles del Paris de 1900. No es tan diferente al actual, quitando los grandes neones, las pantallas digitales y, restando la densidad del tráfico, no es dificil acerse una idea. Delante de un bar del centro hay un hombre en el suelo tirado, apesta a alcohol y no deja de toser, le cuesta tenerse en pie por la fuerte fiebre que le aqueja, su cara desdibujada es una sombra de lo que fue: un joven atractívo, incluso guapo. De vez en cuando escupe sangre, no le quedan casi fuerzas, le preguntas cómo se llama y un hilo de voz cortada por los continuos accesos te responde "Amadeo, pero todos me conocen como Modi, Modigliani.

En el mini salon de mi casa tengo una réplica de uno de sus desnudos. Es totalmente sensual, seguramente más que la modelo, de trazo directo, rápido y magistral, a medio camino entre el cubismo y la delicadeza oriental de Utamaru, el color impresionista de Cezanne y el dibujo limpio y minimalista de Lautrec. Es único, apasionado,,. miro la mujer tumbada, que me observa desde el trance de lo irreal y la voluptuosidad de su cuerpo desnudado, que no desnudo. Ella es la suma de todas las mujeres que amé, se rije por la ley del deseo y cuando quiero apresarla se vuelve a convertir en el color y forma de la superficie plana de una tela.

Modigliani sintetizó en sí mismo la explosión de movimientos y estilos pictóricos de su época. Dicen que pintaba el alma, pero yo creo que, en realidad, retrataba la suya, el espejo. Destrozado por la pobreza que sufrió desde la infancia y desplazado por la tuberculosis del polvoriento mundo de la escultura que siempre adoró, no supo conciliar la bestia que le convirtión en un drogadicto y un alcólico, con el genio que siempre fue. Quizá la sociedad clasista e hipocrita de su época, sumada la tendencia izquierdista de un joven pintor loco, enfermo y follador, le convirtieron en un paria.
La continua búsqueda del amor, el fácil aceso al sexo, su adición al hashis, el alcohol y el dragón del opio, las inconsciencia atroz para con lo que le rodeaba y la falta de comprensión de lo formal, fueron parte del mito de un artista que, como demostró el tiempo, es uno de los grandes.

Así es como actúa nuestra sociedad, deja morir en la miseria y la locura a sus genios, los castra a base de censura y ostracismo y ensalza en el altar de la historia a los especuladores, a los falsos mitos, como el Picasso que supo venderse por encima de todo, incluso, de su execrable obra. Gana el especulador y perdemos todos, termina el sexo apasionado con Beatrice Hastings y queda la paja fría y mecánica de Las señoritas de Aviñón. Cambiamos colores por billetes, pasión por consoladores galácticos, poetas por políticos, sinfonías por canciones...

Paris,1917. Galería Berthe Weil. Un grupo de mercenarios del Estado censura la mejor exposición de desnudos de la Historia. La califican de inmoral. Así, muere el artista y empieza el mito.

lunes, 20 de agosto de 2007

Se agradecen metas

Estoy intentando ser feliz en este momento presente, en este ratito que tengo. Estoy autoconvenciéndome de que tiene que ser así, que todo obedece a lo que exactamente escogí y que lo que estoy haciendo, incluso, donde estoy sentado, es el resultado de 34 años de desaciertos, como si el universo entero girara rítmicamente al compás de mis flatulencias, como si realmente mi vida fuese el resultado de algo que conscientemente acepte, y una parte de mi sabe que si es así. No me cuesta mucho analizar las decisiones que tomé en el pasado. En algún momento decidí no seguirte a Brasil, seguramente porque me faltaba amor y es que, cuando te revientan los huevos de una patada, es dificil pensar con cariño. Que en algún momento decidí sentarme a diseñar 8 horas al día para vivir, o agarrar la cámara y hacer fotos donde me manden sin preguntar nada y regresar con algo bueno o, por lo menos, publicable. Y es que cuando no tienes para comer, por mucho que ruja el animal reclamando libertad y la sociedad prometiéndote comodidad, cedes parte de tu juventud al capitalismo para darte cuenta, después, de lo atroz del sistema. Que decidí meterme en un piso en Madrid, que decidí el barrio y el tamaño claro e, incluso, yo mismo decidí que quitaran las terrazas y que lo de la piscina, pues... para otra comunidad que, en la nuestra, nos sobran las comodidades. También decidí vivir con lo justo. ¡Que coño! Después de trabajar desde los 17 años en todo tipo de actividades humanas, animales y esclavizantes, es lo propio, y así un sinfín de decisiones de lo más variopintas, que me condujeron, sin prisa ni pausa, a este momento actual, dónde ya, ni por quedar, me quedan las vacaciones de verano, cosa que, claro, también escogí yo. Realmente, no me importaría dejar de escoger tantas cosas y que alguna puta buena suerte asomara por el horizonte para decidir, de una vez, en qué franja del azul voy a tumbarme a ver como atardece y llega la noche y ni el metro, ni el móvil, ni el Mac, ni la catástrofe de regresar a una casa vacía, serán decisiones propias. Qué voy a decir... para mí, empieza el final del verano y, eso, juro que jamás decidí que ocurriera.

jueves, 16 de agosto de 2007

El Zen del mar

Fue una noche de verano de las de Los Caños de Meca, tan perfecta e irreal que te deja el alma a flor de piel y las neuronas, sanas, si es que queda alguna, te suplican que te atrincheres entre las dunas, seas de nuevo hombre azul, nómada, errante, y jamás regreses al metro, a las colas, a la callada por respuesta a la perdida.

El olor del mar, el cielo tan cercano que, para encender otro canuto, parece que, con levantar el brazo, puedes atrapar una estrella y hacerlo, rodeado de tambores rugiendo a la noche, mi Andalucía por los cuatro costados, tan mora, tan mágica, tan de fiesta, tan necesaria. Cuando perdamos Cádiz, enterrada en vertidos de barco, sólo nos quedará África para entender que hay algo por lo que merece la pena seguir construyendo armamento atómico. Habíamos escapado del tedio y del cansancio para acabar, tras perdernos, buscando otro garito en el universo insólito que sólo se da en la jaima; bailamos como sólo los niños saben hacerlo, sin vergüenza y felices; bebimos ron pirata, reímos y, no sin dificultad, acabamos bajando las escaleras que conducen al mar.
Hace creo que 20 años que te conozco y, salvo esa noche, nunca habíamos tenido una conversación real. Si lo pienso, siempre te vi lejana, tímida, bella y perfecta, pero estamos lo suficiente sufridos como para reconocernos con poco, y hay señales inequívocas que ya ni apetece esconder. El sufrimiento aúna tanto como la amistad y a los dos nos encontró el verano con el traje de superviviente en perfecto estado, ceniza en los bolsillos incluida. Algo la verdad me llamó muchísimo la atención, tanto que, al regreso, necesitaba escribirlo para no perderlo en mi olvido; algo que me contaste con acento andaluz en medio del ruido de la música, el redoble de los tambores y los gritos de los desfasados, sentados en la arena, apartados un poco del gentío. Me dijiste "mira qué bonito suena el mar; cuando golpean las olas, qué profundo y largo es el sonido. Muchas veces vamos a la playa a pasar el día y reparemos en todo menos en eso: en el bikini, la arena, el periódico, las cañas, la crema, la merdellona que grita llamando a la comida y la 'mierdalascartas' que siempre se olvidan, y pasas un montón de horas sin escuchar el sonido del mar, reduciéndolo a ruido de fondo".
Cuando practicaba Zen, me enseñaron que, en la meditación, para acallar la mente, para detener la máquina y no quedarse enganchado en los continuos pensamientos que nos atrapan, tienes que concentrarte en tu postura corporal, en la respiración, y dejar que el resto fluya como una nube pasajera, como si tuvieras un mando a distancia y pudieras cambiar de canal continuamente, sin quedarte colgado en ningún pensamiento, para así estar más cerca del yo, del que observa al que piensa.
Esa forma de espiritualidad tan de Oriente en el que, para estar más cerca de nuestra esencia o Dios, a diferencia que del resto de actividades humanas, no tenemos que hacer nada más que sentarnos y respirar, es la que me llevo, junto con lo que me contaste, a entender que también hay una forma maravillosa a nuestro alcance que nos facilita eso: el sonido del mar mientras rompen las olas, tan tántrico y profundo que invita a sentarse enfrente, respirar y dejar de pensar, por un instante, por unos días, por un momento real.
Cuántas veces no escuché tu voz, Poseidón perdido entre el sonido de las sirenas...
Fue una noche preciosa y una bonita enseñanza. Practicaré el Zen del mar.