
Es muy difícil andar en un mundo cuadrado. El espacio suele ser limitado, rígido, lleno de bordes y aristas. Si te sales del camino plano marcado por la masa, te das cuenta que la linde está franqueada por un precipicio que te conduce a la nada... o lo que es lo mismo, te aleja de una tierra plana y yerma.
El horizonte del mundo cuadrado acaba en un filo de navaja, en una cárcel que separa los válidos de los inadaptados. El mundo cuadrado está construido de cemento por un reputado ingeniero/arquitecto, en él cada piso está perfectamente delimitado y, a medida que asciendes, aumenta el lujo y las finas líneas de diseño. En los pisos inferiores apenas llega la luz, el agua o la electricidad, y los muros alternan los caminos imposibles con las puertas que conducen a ninguna parte. Si tomas alguna de estas sendas corres el peligro de perderte para siempre. En el mundo cuadrado educan con el miedo, la victoria y la derrota, ponen valor a las cosas, números a las personas, las horas y los años, y los niños juegan a vídeojuegos que les muestran una galaxia inexistente.
Los ancianos tienen poca cabida y llega un momento en el que lo único que queda es esperar la muerte sentado frente a la tele. En el mundo cuadrado los colores son grises como el cemento, o metálicos como las máquinas; la música se reduce a una molesta explosión de ruido con mucha teoría para avalarla. El único resquicio de naturaleza que queda es una playa con una cartel inmenso a la entrada que pone PRIVADO y un montón de coches esperando dócilmente su turno para entrar. En el mundo cuadrado puedes soñar con la esperanza, pero ella es redonda y llena de colores, no conoce clases ni razas, no entiende de números ni mapas... Y tienes que pensar en redondo para darte cuenta de que a veces lo último que se pierde es lo primero que se encuentra. La redonda esperanza rompe las aristas de un un diseño perfectamente imperfecto.